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miércoles, 25 de abril de 2018


 Podría haber muerto un día cuando era chiquita, que estaba en la playa y me arrastró una ola gigante haciéndome girar mil millones de veces hasta regalarme a la orilla con violencia y sin maya. ¿Podría haber muerto? Bueno, yo sentí que sí.
 Podría haber muerto a los 13 años, cuando el tren Mitre casi me pisa en la esquina de mi casa porque estaba con los auriculares puestos. Ese día mi hermano me arrastró para atrás y ví la ferocidad de un tren que se quedó con ganas de chuparme y despedazarme.
 Podría haber muerto esa navidad de 2014, en la que me tomé una rola entera y bailé tres horas seguidas abajo del sol sin tomar una gota de agua. ¿Podría haber muerto? En ese momento no lo creí, tal vez no existía la posibilidad, pero mi cuerpo pesaba como si hubiera estado al borde de la muerte.
 Podría haber muerto una de mis últimas mañanas en la secundaria, cuando me agarró un ataque de pánico en la clase de matemática y sentí que ya no tenía la capacidad para hablar.
 Podría haber muerto todas las veces que crucé el semáforo en verde, o no lo crucé sobre la senda peatonal.

 Podría haber muerto todas las veces que estuve lejos del piso o abajo del agua.
 Podría haber muerto en la parálisis de sueño en la que un hombre entró a mi casa y no podía pedir auxilio. Podría haber muerto en todos los sueños donde me pegaban tiros, me acuchillaban, me arrojaban al vacío.
 ¿Podría haber muerto todas las veces que me subí a una montaña rusa?
 Podría haber muerto cada madrugada que caminé sola.
 ¿Podría haber muerto esa vuelta que me hamacaron altísimo, que sentí que si me caía se me machucaba el cerebro?
 Podría haber muerto de angustia, de desamor, de deseo.
 ¿Podría haber muerto todas las veces que estuve a punto de morir?
 Podría haber muerto de cáncer.
 ¿Puedo morir de cáncer?
 ¿Cuántos potenciales candidatos hay para abrirme las puertas de lo desconocido?
 Y reparo en el universo, reparo en el destino, en sus escrituras, en sus ensayos, en sus borradores para todo esto que me explota en la cara, para lo que tuvo que suceder. Sigo convencida de ese concepto de causas, ese conjunto de hechos inevitables que vienen a mostrarme algo, a deshacerme para que me re-haga yo misma. 
  Sigo pensando en las consecuencias de todo mi dolor, de comprimir. Más bien, pienso en las consecuencias del silencio, que me han sabido atar al pánico sin que me diera cuenta.
 ¿Podría morir ahora?
 Sólo me queda este instante, que ya no es el que era hace un segundo, ni es como será en tres minutos.
 "Aquí y ahora Malena, aquí y ahora la puta que te parió", me repito cada vez que puedo.
 Hago un recuento de todo lo que sé que perdí, lo que tuve que reconstruir, lo que tuve que adquirir para llegar hasta acá.
 ¿Qué día, qué etapa se supera, qué clase de proceso hay que completar para que el cáncer no de miedo? 
 Parece que me florecen vidas, muchas vidas en las palabras, en las ganas que tengo de respirar, y de repente no basta con querer vida, con amar la vida, con amar vivir, con el hecho de vivir. 
 ¿No basta con la vida para combatir la muerte?
 ¿Por qué?
 ¿Cuántas veces puedo morir en la semana y no lo hago? ¿Esa es la lucha de la vida?¿La silenciosa, la no tan obvia, la que trabaja desde las sombras de cada acontecimiento aparentemente inofensivo?
 Nada es suficiente para combatir lo desconocido. 
¿Podría ser suficiente, yo, con este cuerpo incierto, para combatir lo desconocido, y lo conocido también? 
  

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Cansada de remar donde no hay agua.