Cáncer. Cáncer avanzado. Cáncer de sangre.
Cáncer invasivo. Cáncer que no necesitaba hacer metástasis: se expande en todos
lados, muchos órganos son su casa. Cáncer al que parecía que mi cuerpo le
pertenecía. Cáncer domador, estrangularte, invasivo. Cáncer supresor de mis
capacidades. Linfoma. Linfoma de Hogdkin. No sé quién fue ese conchudo de
Hodgkin pero no tendrían que haberlo puesto al lado de una patología
neoplásica: ahora me cae mal. Linfoma en los ganglios, que se traduce como
linfoma en el cuello, en el mediastino, en la ingle, y, si quisiera, en otros
lugares. Linfocitos rotos, maduros, pero rotos. Mi ejército inmune se desplomó.
“Ese ganglio es porque te estás defendiendo de alguna enfermedad, virus o
bacteria”. Ese ganglio se defendió de un monstruo cancerígeno. Ahora me
pregunto cuántas veces lo habrá hecho victorioso, cuándo se rindió, cuándo fue
más fuerte que él. Ganglio linfático. Sistema linfático que no tuvo las
herramientas para lograrlo: necesitaba una mente sólida y se topó con retazos
de lo que Malena dejó de ser. Yo lo dí todo por sentado, hasta mi salud; me dí
por sentada a mí, como si no tuviese margen de error, como si pudiera darme el
lujo de suprimir angustias, rencores, preguntas. ¡Qué cómodo era atorarse!
Sobre todo cuando se contrastaba con la incomodidad de empezar a cuestionar al
mundo como tal, a las normas que rigen sobre el comportamiento de la gente, a
la inexistencia de empatía que vi en tantas personas.
Estadío I en abril, estadío II en julio,
estadío III en obtubre, estadío IV en enero. Crecía el cáncer, me achicaba yo,
que ya desde hace rato que me disminuía sigilosamente. Síntomas en la sangre,
síntomas en la espalda, síntomas que llovían como cachetadas, pero que me
resultaban demasiado suaves como para alarmarme del todo. Cachetadas suaves
para los doctores: a nadie parecía impresionarle nada de lo que me pasaba.
Ahora veo que los doctores sí eran humanos, ellos también elegían la comodidad
como yo. Nuestra sed de comodidad potenciada sembraba más cáncer, pero el
cáncer era un mito, una marca de la vida, el elegido por la mala suerte, el
que, tarde o temprano, se va a morir de cáncer. ¿Yo, enferma? ¡Sí, estoy
muriéndome, todos los días un poquito más, pero es mejor seguir creyendo que
no!
“Ay nena,
tenés la cara pálida, ¿te bajó la presión? ¿te sentís bien?”. No señora, esta
es la cara de una dejada de mierda con cáncer. No me siento bien, pero el resto
dice que deben ser cosas triviales, normales. “Comunes”. El dolor es común, el
estrés es común, pero guarda, el cáncer no es tan común. La señora lo debe
conocer de las pelis, de algún libro, de un testimonio de una amiga de su tía
lejana. Lejana como el cáncer, ¿no? Y el cuerpo lloraba y lloraba, brotaban
tumores, pero era algo normal. Normal hasta que le adjudicaran el nombre de “linfoma
avanzado”, porque ahí medio que dejaba de estar dentro de los límites de lo
típico.
“Estás al borde de la desnutrición”, me dijo
mi hematólogo el día que lo conocí. No sé si notó el cáncer con sus ojos de
profesional al momento en el que me vio, pero observó minuciosamente mi
análisis de sangre. Habían pasado meses desde que un doctor no analizaba bien
mis laboratorios; eso ya era un avance. ¡Pero el linfoma me robaba los
nutrientes! Mis nutrientes, los que me pertenecían, los que difícilmente podía
consumir porque había dejado de disfrutar la comida. Me colonizó muy bien el
hijo de puta.
Con el cuerpito de 40 kg ya conquistado por
los tumores y unas cuantas pruebas de que mi estado era algo más que falta de
hierro, conseguí dos recomendaciones para ser internada. Acordé arrancar el año
en el Méndez. Tenía más curiosidad por saber qué se sentía dormir en un
hospital que por ver cuál era mi diagnóstico. Ya sabía la gravedad de lo que se
expandía en mí, yo ya lo había asumido hacía rato, cuando la palidez dejó de
ser la normal, la hemoglobina me bajó violentamente y me fumé noches de sudores
nocturnos y dolores lumbares. Por eso es que era como una nena descubriendo el
mundo: la importancia de mis síntomas ya lo había descubierto mi alma por mí.
Fin del 2016, yo comiéndome un par de
almendras con chocolate y ahogada por el calor que tenía un efecto casi
mortífero cuando lo mezclaba con la anemia. Culminó el año más de mierda de mi
vida, terminé la secundaria sin llevarme nada. La cancerosa aprobó cuatro
matemáticas en menos de un año, se deshizo de lo que creyó que era el karma que
el universo le había asignado desde el 13 de octubre de 1997. Pero estaba muy
equivocada, porque el karma de todos los seres humanos no es más que tener la
puta tendencia de absorber energía de mierda. En mi caso, fui un contendor muy
copado para la mierda de lo que me rodeaba, hasta logró alojarse en mis células
y crear ese mounstrito.
Primer día en el hospi: un primero de enero
diferente, unas vacaciones personalizadas, como sólo el cáncer te las podía
garantizar.
Segundo día de estudios, de conocer a
Virginia, la médica residente.
Décimo segundo día de internación: la
nutricionista me cagó, yo me tenía que quedar cuatro días y estaba hacía más de
una semana, entrando al quirófano para que biopsiaran esa pelota que salía arriba
de mi clavícula derecha.
Décimo séptimo día de internación: tomografía
PET. Ya conocí compañeras de habitación criadas directamente en el infierno,
sentí el dolor de una mujer diagnosticada con HIV, pasé tardes fumandome puchos
en la entrada de la guardia del Méndez, tomando mates, charlando con mi
familia, mis amigas, mi en ese entonces novio, tomando helado con mamá. Ya me
había fugado del hospi con mi abuela para merendar en el bar que quedaba sobre
Acoyte y almorzar en el restaurante de enfrente. Ya había peleado con papá
porque no entendía cómo era que no podía comer.
Décimo noveno día de internación: la de
hemoterapia le pide a mi vieja que convoque potenciales donantes de plaquetas
por si las necesito para las quimioterapias. Ah, ¿tenía cáncer? Nadie me lo
había dicho todavía. Por las dudas les mando un audio a las pibas así las
preparo, para que no les caiga tan mal la noticia.
Vigésimo día de internación: la hematóloga Vanesa,
Virginia, mi vieja, yo y los resultados de anatomía patológica. “Bueno Male,
tenés linfoma de Hodgkin, subtipo esclerosis nodular. Vamos a arrancar las
quimios que son de dos sesiones cada ciclo, seis ciclos en total. Para eso te
vamos a poner una vía central arriba del pecho. Este cáncer es de buen
pronóstico…Ahora te vamos a hacer una biopsia de médula ósea para ver si el
linfoma llegó hasta ahí”. Llamados, lágrimas, mi vieja y la súper aguja que me
perforó el hueso y me sacó médula. Gritos, gritos y más gritos. Virginia me
abrazó: “yo también tuve cáncer”. Calidez, como un regalo, un respiro después
de tanta turbulencia. Sentí que alguien veía todo el proceso que iba a tener que
atravesar, como una adivina. Gracias por la sinceridad, doc.
Vigésimo cuarto día de internación: “vos ya
estuviste acá, ¿no?” me dijo la enfermera que me puso la vía cuando entré al
quirófano. Veinte minutos anestesiada. Salí con un cosito duro arriba de mi
pecho.
Vigésimo sexto día: primer quimio. Debuté como
una campeona: tres horitas y media de drogas acompañadas de mi superación,
creyendo que entendía lo que era ese tratamiento (yo también creí cazar el mundo del cáncer sólo por ver pelis sobre eso). Unas horas después el cuerpo
me dio otra cachetada, pero no de las suaves, de las duras: temblores,
espasmos, corticoides, oxígeno. Mi abuela creyendo que estaba presenciando mi
muerte. Seis días más de estadía en el hospi y otra transfusión de sangre; cortesía
de mi nuevo catéter y la quimio.
Trigésimo día internada: Virginia me dijo que
me iba, me abrazó; se me ocurre que habrá palpado la misma felicidad que ella
sintió en aquellos días de internación, pero en su paciente. Seis días de
vómitos, dolor, angustia. Perdí la cordura. “Y…esto está muy avanzado, y sí, de
hecho, es re invasivo”, le respondió mi hematólogo a papá cuando, en un intento
de sentir algo de optimismo, le dijo “esta enfermedad no es tan invasiva como
otras, ¿no?”.
"Chau limbo, volví a la vida. Ahora me re paro
de manos contra el cáncer, la quimio y todos los miedos".
Mitad de tratamiento, un estudio con cáncer
prácticamente negativo. Cáncer negativo. Cáncer explosivo, cáncer decisivo: ya
sé para qué estoy viva.
Diez de julio de dos mil diecisiete: fin de la ABVD. Chau
dacarbazina, chau vinblastina, chau bleomicina, chau adriamicina, chau
filgrastim, chau ondasentron.
Dieciséis de agosto
de dos mil diecisiete: el veredicto final, despedida al cáncer. Festejé.
Celebré mi existencia, la celebro ahora.
Cuerpo baqueteado. Cicatrices, piel seca, piel
marcada. Pelada. Dolores, molestias. Miedos. La peor secuela del cáncer: el
terror, su fantasma. Igual, sigo parándome de manos como ese día en el que
volví a casa, volví a la vida, volví a
los que me quieren.
Volví a mí. Vos, cáncer, no volves más.
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Cansada de remar donde no hay agua.