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sábado, 5 de agosto de 2017

 Cáncer: no te conocí porque quise, pero tenía que hacerlo. Nuestro encuentro no fue una casualidad, una mala fortuna, o puede que sí, en una ínfima cuota. Lo cierto es que tenías que plantarte en  mi cuerpo, esparcirte y creerte dueño de mi organismo: tuviste que descontrolar mis células, deshacerme el ánimo, obligar a los médicos a que me llenen de drogas, a ser transfundida, a cansarme, a hacerme llorar. Ese es tu trabajo, pero no tu función principal. Y nadie lo sabe bien, porque nunca te palparon en sus órganos, nunca entendieron tu potencial. Yo te entiendo hace rato, te aborrezco gran parte de mis días, le huyo a la idea de que prevalezcas, intento pulverizar los mitos que dejas luego de lograr matar a alguien que nunca te quiso.
 Sos un veneno, llegaste para invadir, para conquistar, para destrozar. No puedo discutirle a tu naturaleza, ni empecinarme con ella, ¿pero será mucho pedir si te exijo que nunca vuelvas? ¿Sirve de algo decirte que lo lograste? Ya me enseñaste. Sé, después de siete meses de estudiarte, leerte, sentirte, oír cómo te extinguís, para qué llegaste a mi cuerpo, y no es, como piensan todos, para sepultarme en la tragedia, sino para transparentar una mirada que se empobreció y angustió. No sos un amigo, no sos un apoyo, sos un maestro cruel, que sigue su propio propósito. 
 Sí, me sentí tan vulnerable, porque te empecinaste con conseguir eso, pero después se mostró tu faceta más nutritiva: coseché las enseñanzas que, crudamente, me viniste a inculcar. Ahora sé un poco de mi verdad, la cual me ilumina en cada minuto en el que respiro. No elijo ignorar el óxido que queda, mi ADN aniquilado, mi piel sensibilizada, el poco pelo que puedo tener, sin embargo, sé lo que pesa más. Yo elijo lo que trasciende de vos en mí: la amplificación intensa y absoluta de la realidad, la consciencia elevada, la fortaleza entrenada, la consideración como primera condición.

 Tuve que conocerte, sí, para entenderlo. No me sirvió oír de noticias, ni ver películas, ni escuchar anécdotas milagrosas, sólo tuve que conocerte con tu artillería pesada, tus agujas, tus drogas, los miedos que sabés infundir, la preocupación inagotable. Ahora el mundo te odia, y yo, puede que esté familiarizada con esa sensación de furia que nos generás a todos, pero siempre te agradezco: serás siempre un maestro. Y esa función, más que cualquier otra destructiva, es la que te caracteriza. 

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Cansada de remar donde no hay agua.