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jueves, 9 de marzo de 2017

 Querido cáncer:
Hoy lloré por tu culpa la mayoría del día. Desde que me levanté supe que sería de esos momentos exageradamente extendidos en los que te pensaría enfatizando todos mis miedos. Claro que no quiero que sepas sobre ellos, que captes mis debilidades, porque entiendo que te estaría abriendo una puerta para darte la fuerza suficiente como para seguir propagándote indiscriminadamente por todo  mi organismo. Habrá sido la cuarta sesión de quimio, que infunde miedo, así como el hospital mismo, que me recuerdan mi peor trauma: ese mes de internación en el que atravesé tantos momentos, tantas angustias, tantos episodios que preferiría suprimir, que el simple hecho de pisarlo aviva los residuos dolorosos que quedaron de ese mes tan difícil. No es sólo eso, sino que el sanatorio me recuerda mi enfermedad, la trasluce y la grita en voz muy alta, dando cuenta de lo intensa que es, los conflictos que abarca, y aún peor, los miedos que solidifica.
Cuando intento ocultarte la oscuridad en la que se vierte mi cabeza, me advierto constantemente que no te puedo dar el gusto de sentirme débil. Lo paradójico es que, al mismo tiempo, lloro ilimitadamente porque no quiero reservarme ninguna angustia…puede que ésta sea tu mejor alimento, por eso es que trato de que no llegues a palparla, que salga hacia todas las direcciones posibles, pero siempre hacia el exterior. No te mereces mi padecimiento, aunque gran porcentaje de éste lo logres vos y todo lo que abarcás: la incertidumbre, la ansiedad, las preguntas recurrentes (que se tornan demasiado existenciales), las limitaciones, las drogas de mierda, la calvicie, el mismísimo miedo a la muerte. Sos un adversario completo, que combina las peores sensaciones que un ser humano puede experimentar y las condensa en pensamientos muy gritones. Y lo más terrible sobre vos, es ese veneno que generás, esa maldita fama que te hiciste, que te realza por ser el rey de los matones, el que mejor sabe oxidar a los humanos. Tu nombre no quiere ser pronunciado por nadie, pero yo nunca tuve miedo de mencionarte, jamás.
 Yo te enfrento, aún viviendo días como estos, pasando todas las horas disponibles en mi cama, intentando alejar los pensamientos recurrentes. Hoy te grité que te ibas a ir, entre lágrimas, sí, pero con la convicción de que soy más que vos, que tengo más fuerza, una mente mucho más consistente, que logró soportar mucho sufrimiento que me generaste a lo largo de estos meses, pero que nunca llegó a tocar ningún fondo, ningún pozo negro. Jamás perdí la seguridad de que soy mejor que vos en todos los aspectos posibles; ¿sabés por qué? Porque yo misma te engendré, te dejé libre acceso para que hicieras de mi sistema lo que se te antojara y te instalaras en todos los lugares posibles, y ese poder tan mental, espiritual y energético que tuve para dejarte ser, es proporcional a mi capacidad para extinguirte. No dudes sobre esto, porque sólo sos producto de mi debilidad, la cual, irónicamente, gracias a vos, se disminuye con respecto a mi fortaleza.
 Tenés dos caras: una incluye toda la mierda que me hacés vivir a mí y a la gente que me quiere, otra, es la del aprendizaje. Me dejas tan en el borde, que ya sé qué priorizar, a quiénes amo y cuánto agradezco cada momento de mi vida. Ya que estamos, te agradezco la sabiduría, ya que vale mucho más que los terrores: me diste el mejor pantallazo de mi realidad, el cual me hizo saber cuánto vale la pena seguir.
 Hoy te lloré, como muchos otros días, pero no te confíes: la efectividad con la que quiero vivir (por lo tanto, de destruirte) te va a consumir más que la quimio. Forro.


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Cansada de remar donde no hay agua.