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sábado, 24 de septiembre de 2016

 Lo más normal es que duerma la siesta antes de ir y que, sobre la hora, me prepare breve y desprolijamente para salir. Son pocas cuadras: doblo a la izquierda y el resto del tramo son cuatro cuadras por la misma avenida.  Depende mis ganas, depende mi humor, me prendo un cigarrillo casi al mismo tiempo en el que entro al túnel, lo fumo despacio, acompañando el caminar con la misma constancia. Llega el momento en el que me encuentro en el estacionamiento de ambulancias, y es ahí donde me termino el cigarrillo y entro sin muchos pensamientos para no sugestionarme, porque lo que podría ser de cada martes, jueves y, ocasionalmente, domingo, es algo que no es funcional a mi humor, o quizá sí en una medida muy imperceptible.
 La entrada pasa desapercibida y, lo que le sigue, es un pasillo al aire libre que te conecta con una de las zonas del hospital. Al entrar es claro que la atmósfera es propia de un depósito de enfermos: la calefacción muy alta, el olor a gazas, a enfermedades, a debilidad, a café de máquina. A continuación hay un pasillo que, si el día es muy denso, puede ser el más largo del mundo. Paso por la capilla, por el buffet paradójicamente infestado de palomas, por todas las divisiones de internación que hay en ese piso, hasta llegar a la que le corresponde a mi abuela.
 Últimamente llego unos minutos más tarde. Me gusta retrasarme porque, para ese momento, el hombre de la merienda ya está descargando los respectivos tés, vitaminas y galletitas en los boxs. El rostro de la abuela es el primero con el que te topas cuando entras…a veces dormida, a veces mirando a la nada. Si ya estaba despierta, se le va a transformar la cara por un micro-segundo, haciendo notar que sos la única persona interesante que estuvo ahí en todo el día.
 La parte más importante de una merienda del hospital en la división de internadas en traumatología  son las vitaminas: una bebida blanca con olor dulce, de dudoso sabor pero bastante digerible por lo que me hace ver mi abu. Después hay que esperar a que llegue el señor merendero con el mate cocido con leche, con sus respectivos sobrecitos de azúcar y la galletita random que te pueda tocar.
 La merienda es un lindo ritual para el ser humano, o yo, personalmente, la amo: las infusiones, la libertad de comer cosas dulces o saladas, cortar con el hambre voraz que me surgió ni bien terminé de almorzar. Para la abuela puede ser un buen momento, pero a los dos segundos, ese trago de mate cocido que tanto disfrutaba se vuelve la bebida más tóxica que saboreó en su vida. Se cansa de succionar el sorbete para tomar,  se aburre de mover la mandíbula para masticar, y justo en ese momento, empiezan los suspiros. Por cada intento para que trague, un suspiro y, por cada pedacito de galletita que se acerca a su boca, una mirada turbulenta.
 El periodo en el que florece su furia es inmediato: no te lo ves venir, pensabas que estaba disfrutando su comida, pero ella te va a hacer notar que nada es disfrutable en ese lugar, con las manos atadas a una cama,  donde te podes cruzar con cucarachas bebés caminando por el piso, donde se siente la putrefacción del olor a meo de la viejita de la cama de al lado. En esas condiciones, en las cuales los médicos parecen no tomar cartas en el asunto, en las que se incluyen bacterias sorpresivas que extienden la estadía en el Pirovano, en las que hay una aguja de suero fastidiándola, haciendo juego con los históricos dolores de piernas…necesariamente, en esas condiciones, no se puede pretender felicidad. Percibo su estado de miseria y vejez con mi alma disolviéndose, mientras sus ojos miran hacia la puerta, como esperando a  cruzarla, como esperando olvidarla, como queriendo que lleguen todos a visitarla y hagan de su tiempo ahí algo más ameno. Quiere llorar: me doy cuenta porque sus ojos se cristalizan, pero nunca llega a caérsele una lágrima. Sólo contiene algo que su estado mental hace que, por momentos, ni siquiera sepa qué es lo que justifica esos ojos angustiados.  
 Rechaza un trago, un bocado, indiferentemente de lo que sea, va acompañado de un suspiro, un revoleo de ojos como recorriendo toda la esclerótica. Si tengo suerte, es sólo eso, sino, será algún comentario en el que insiste con que no quiere, usando un énfasis que usaría alguien que cree que lo viene repitiendo hace horas y que no es escuchado. A partir de esto, hay muchas posturas mías asociadas al ánimo, a cómo estuvo el día, al cansancio o al dolor, pero casi siempre la situación termina conmigo cortándole otro pedazo de galletita porque le repregunté si estaba segura que no quería comer más. Desiste, su ira se achica, se frunce, amenaza con estar alerta, pero reposa. Puede volver o no, pero las sensaciones del rostro son siempre las mismas.

 Hace mucho que mi abuela no estira las comisuras de los labios creando una risa prolongada. No sé si existen momentos realmente simpáticos o divertidos en su vida. Siempre me fuerzo a creer que la compañía es perceptible, aunque viva confundida, aunque se olvide a los dos minutos de todo lo que pasó. Uno se afianza mucho a la idea de que el amor es tan trasparente como las intenciones de quien apoya al otro, y que, consecuentemente, va a cambiar algo. Yo no podría decir que podría modificar el sinfín de aspectos mediocres, insulsos y dolorosos con los que te abraza el hospital al momento en el que te acostas en la camilla. Sólo es una retribución, una forma de agradecer.     

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Cansada de remar donde no hay agua.