.


martes, 21 de abril de 2015

 Procesos de la vida.

 Cuando la ausencia de un cuerpo me hacía sentir desnuda había datos que no podía olvidar…. como el color de pelo de dicho cuerpo que no estaba a mi alrededor, o las canciones que escuchaba y que me recomendaba, o un lugar crucial que lo representara en nombre de su ausencia, o memorias guardadas en millones de formatos diferentes. Si la falta se volvía punzante, si me pinchaba el centro de mi eje y escarbaba para revolver mis entrañas y mi salud mental, ya no había mucho que hacer, porque en esas ocasiones cedía, me desprendía del deseo de querer cambiarlo, de buscar el motivo por el cual la transición se estuviera tornando violentamente melancólica. Un instinto propio de mi persona me decía que había que dejar las lágrimas ser, humedecer, atacar, alterar mi apariencia hasta dejar mi rostro hecho un par de ojos destrozados.
 En la simpleza de la soledad, me gustaba encaminarme a la irreverencia si alguien más tenía ganas de opacar mi panorama general, si quería disolver mis teorías o acotar sin haber pedido permiso previamente. Y cuando hablo de mi panorama general en realidad no me refiero a la tristeza debido a la ausencia, hablo, más bien, de aquellos que querían estropearme más el día al juzgar aspectos de mí, al succionarme la energía, al cuestionar mis deficiencias -que eran, también, causa del desazón que transitaba-. En las noches de placer, de falta de lucidez, de risas disipadas y otras extensas y elevadas, existía ese minuto de reencuentro con la vida del presente, con lo que realmente me estaba sucediendo, con las penas que, aunque parecía que quedaban estáticas y desamparadas en mis zonas de soledad, continuaban pisándome los talones para hacerse notar. Ese momento de limbo, entre la satisfacción espontánea y el golpe que iba de lleno hacia mi pecho, se desvestía el sol, el sueño resultaba imperativo al igual que el silencio, y ahí sí, ahí la sensación de estar parada en pleno mar abierto sin salvavidas predominaba, me regresaba a las preguntas (las redundantes, las que suceden después del abandono). El mundo era retazos, pedacitos que caían de un cielo abierto lleno de mierda, que me pasaba por encima, que era superior a mí en todos los sentidos (o por lo menos eso aparentaba). Hubiera sido mejor haber gritado en esos momentos, porque la opresión era tremenda, pero todo se conservaba en lo convencional y así sigue siendo, porque ninguno sale por ahí y en el medio de sus situaciones cotidianas pela un grito desesperado. Nada parece esclarecerse, y  cuando vuelvo a casa, sigo pendiendo de ese hilo fabricado por puro temor.

Ese proceso de porquería que todos aborrecemos y catalogamos como ‘’un momento oscuro’’ termina deshilachándose, como cualquier hilo. Después del tormento y del pudor, de la debilidad absoluta, de cigarrillo tras cigarrillo (porque la ansiedad me pulveriza), la gravedad me devuelve a mi suelo de cemento, y con penas y risas, me quedo difuminando –como puedo- los restos de todo lo que me perturbó de algún modo u otro. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Cansada de remar donde no hay agua.