Procesos de la vida.
Cuando la ausencia de un cuerpo me hacía
sentir desnuda había datos que no podía olvidar…. como el color de pelo de
dicho cuerpo que no estaba a mi alrededor, o las canciones que escuchaba y que
me recomendaba, o un lugar crucial que lo representara en nombre de su
ausencia, o memorias guardadas en millones de formatos diferentes. Si la falta
se volvía punzante, si me pinchaba el centro de mi eje y escarbaba para revolver
mis entrañas y mi salud mental, ya no había mucho que hacer, porque en esas
ocasiones cedía, me desprendía del deseo de querer cambiarlo, de buscar el
motivo por el cual la transición se estuviera tornando violentamente
melancólica. Un instinto propio de mi persona me decía que había que dejar las
lágrimas ser, humedecer, atacar, alterar mi apariencia hasta dejar mi rostro
hecho un par de ojos destrozados.
En la simpleza de la soledad, me gustaba
encaminarme a la irreverencia si alguien más tenía ganas de opacar mi panorama
general, si quería disolver mis teorías o acotar sin haber pedido permiso
previamente. Y cuando hablo de mi panorama general en realidad no me refiero a
la tristeza debido a la ausencia, hablo, más bien, de aquellos que querían
estropearme más el día al juzgar aspectos de mí, al succionarme la energía, al
cuestionar mis deficiencias -que eran, también, causa del desazón que
transitaba-. En las noches de placer, de falta de lucidez, de risas disipadas y
otras extensas y elevadas, existía ese minuto de reencuentro con la vida del
presente, con lo que realmente me estaba sucediendo, con las penas que, aunque
parecía que quedaban estáticas y desamparadas en mis zonas de soledad,
continuaban pisándome los talones para hacerse notar. Ese momento de limbo,
entre la satisfacción espontánea y el golpe que iba de lleno hacia mi pecho, se
desvestía el sol, el sueño resultaba imperativo al igual que el silencio, y ahí
sí, ahí la sensación de estar parada en pleno mar abierto sin salvavidas
predominaba, me regresaba a las preguntas (las redundantes, las que suceden
después del abandono). El mundo era retazos, pedacitos que caían de un cielo
abierto lleno de mierda, que me pasaba por encima, que era superior a mí en
todos los sentidos (o por lo menos eso aparentaba). Hubiera sido mejor haber
gritado en esos momentos, porque la opresión era tremenda, pero todo se
conservaba en lo convencional y así sigue siendo, porque ninguno sale por ahí y
en el medio de sus situaciones cotidianas pela un grito desesperado. Nada
parece esclarecerse, y cuando vuelvo a
casa, sigo pendiendo de ese hilo fabricado por puro temor.
Ese
proceso de porquería que todos aborrecemos y catalogamos como ‘’un momento
oscuro’’ termina deshilachándose, como cualquier hilo. Después del tormento y
del pudor, de la debilidad absoluta, de cigarrillo tras cigarrillo (porque la
ansiedad me pulveriza), la gravedad me devuelve a mi suelo de cemento, y con
penas y risas, me quedo difuminando –como puedo- los restos de todo lo que me
perturbó de algún modo u otro.
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Cansada de remar donde no hay agua.